martes, 18 de agosto de 2015

Quédate Conmigo (Adaptada)




Capítulo O2


—¿Estás bien? —se interesó Álvaro tras arrodillarse junto a la mujer.

Esta asintió con la cabeza y bajó la vista. Luego, cuando él le ofreció la mano para levantarla, se incorporó como si algo la hubiera quemado.

—¿Estás bien, Joanne? —preguntó entonces George Kromby, un empleado del supermercado que había compartido clase con Álvaro durante el instituto.

La mujer lo miró con dureza, ruborizada. Parecía desesperada, aterrorizada... No podía tener miedo de él, ¿no?, se preguntó Álvaro. De pronto reconoció algo familiar en ella, aunque no supo señalar el qué. La fragancia de su perfume y la suavidad de su piel bajo la blusa le impedían concentrarse.


—¿Se ha hecho daño, Joanne? —insistió George, ya arrodillado junto a los dos.

—Estoy bien —repuso ella con una voz rugosa que hizo hervir la sangre de Álvaro. Se dio cuenta de que no quería soltarla, pero la mujer se apartó y se puso de pie—. Lo siento, George. Me tropecé de repente...

—Le dije a Ricky que esta torre dificultaba el paso —comentó George, recogiendo el bolso y la cesta de Joanne al tiempo que criticaba a uno de los empleados.
No, no, ha sido culpa mía. Lo siento —se disculpó Joanne—. Bueno, tengo que irme a casa —añadió tras esbozar una sonrisa que puso a George colorado.

—Salude a su madre de mi parte, señorita Smith —dijo él mientras Joanne se alejaba.

¿Señorita Smith?, ¿ Joanne Smith? ¿Esa Joanne era la pequeña y delgaducha Joanne Smith, la de la coleta roja y las gafas de pasta?

Hacía doce años que no la veía, justo antes de marcharse de Mullingar. Estaba de aprendiz en un taller de mecánica y ella había aparecido con su padre, que necesitaba unos pistones para su motocicleta. Álvaro tenía veintiún años entonces, de modo que ella debía de tener dieciséis o diecisiete. Era la chica más tímida que jamás había conocido. Y era evidente que seguía siendo tan tímida como de adolescente. Pero, aunque Joanne no lo mirara a la cara, él sí que se había fijado en ella. Todavía no podía creerse que la pequeña Joanne Smith fuera esa mujer de cuerpo despampanante y precioso rostro.

Su perfume flotaba aún en el aire y, de pronto, se dio cuenta de que tanto él como Álvaro seguían mirando hacia el pasillo por el que Joanne había desaparecido.

—Tranquilo, yo recojo todo —reaccionó George por fin.

--Te ayudo —repuso Álvaro mientras alcanzaba una lata de guisantes—. ¿Qué tal los señores Smith?, ¿siguen viviendo en la Avenida Belview? —añadió con naturalidad...

—El señor Smith fue operado la semana pasada de la rodilla — respondió George a medida que apilaba latas de guisantes—. Joanne volvió ayer de Londres para echarle una mano a su madre.

Por eso no la había visto antes, comprendió Álvaro.

—Así que de Londres, ¿trabaja allí?

—La señora Smith dice que colabora con un periódico muy importante —contestó George con orgullo—. Tiene su propia columna y todo.

Álvaro vio una tarjeta de crédito que había en el suelo y la recogió:

—Joanne Hamilton —leyó en voz alta. ¡Maldita fuera!, ¡estaba casada!—. Su marido debe de ser el que estaba esperando fuera. Un tipo grande de pelo rubio.

—Joanne está divorciada —lo informó George—. ¿Estás interesado en ella? —añadió con el ceño fruncido.

—¿Yo? Estoy demasiado ocupado para liarme con mujeres —contestó Álvaro, ocultando su satisfacción por las buenas noticias—. Ya sabes —añadió con un guiño de complicidad.

—Sí, claro. Cindy Crawford se ha puesto tan pesada que anoche mismo accedí a volver con ella —replicó George con sarcasmo.
No creo que a Iris Sweeney le haga mucha gracia si se entera — comentó Álvaro, decidido a hacer un poco de alcahuete, a fin de aumentar el ego de George y de orientar la atención de éste hacia otras mujeres.

— ¿Iris Sweeney?

—Sí, la semana pasada la oí decir que tenías la mejor sección de alimentos envasados de toda la ciudad.

— ¿En serio? —preguntó George, sonriente—. Bueno, la verdad es que estoy bastante orgulloso de ella —añadió, encogiéndose de hombros.

—Natural —reforzó Álvaro—. En fin, tengo que irme —agregó, al tiempo que tomaba dos latas de guisantes.
Echalos en una lata de sopa de champiñones —le recomendó George desde la distancia.

Cinco minutos después, finalizada la compra y olvidada la reparación del carburador, Álvaro salió pitando del aparcamiento de Bud y Joe en dirección a la Avenida Belview.

Álvaro Herreros había vuelto. Todavía aturdida, Joanne había conducido hasta la casa de su padre y aparcó junto al Buick del 77 de sus padres. En la radio tronaba una espantosa canción de heavy metal, que jamás habría oído en circunstancias normales; pero había estado demasiado perturbada como para reparar siquiera en aquella desagradable sucesión de ruidos inarmónicos.


Álvaro Herreros había vuelto.

No se lo habría creído de no ser porque éste se había dirigido a ella y la había tocado. Joanne cerró los ojos y suspiró. La había tocado de verdad.

Seguía demasiado atónita como para sentirse avergonzada por haber tirado la torre de latas de guisantes y haberse caído. Bonita manera de superar su timidez adolescente, pensó pesarosa. Sí que le habían servido los últimos cinco años como periodista independiente y agresiva... Había bastado con mirar a Álvaro Herreros y toda su confianza se había ido al traste.

Claro que si había una persona a la que no había esperado encontrarse, a la que no había querido ver de nuevo, ésa era Álvaro Herreros.

¿Qué estaría haciendo allí?, se preguntó mientras reposaba la cabeza sobre el volante, tratando de serenarse. Álvaro se había marchado de Bradford hacía doce años, dos antes de que ella ingresara en la universidad de Oxford. Se había hecho famoso con las motocicletas de la noche a la mañana. Los medios de comunicación lo adoraban, no sólo por su apostura y su encanto, sino por su compromiso con diversas ONG. En una ocasión, hasta había donado a un orfanato el dinero que había ganado por un anuncio de pantalones vaqueros.

Álvaro Herreros, con su sonrisa devastadora y sus ojos hechizantes. Lo había visto en un sinfín de revistas y periódicos sensacionalistas que habían intentado buscar asuntos turbios en su vida privada.

Pero había un artículo que no había podido olvidar: una demanda de paternidad presentada por una bonita rubia...

Álvaro había terminado ganando el caso. Su abogado había logrado demostrar que la mujer había mentido para conseguir dinero; pero la batalla había sido dura, muy seguida por los medios de comunicación, y todos los detalles de su vida privada habían sido aireados: Su madre había muerto a los diez años, el padrastro que le pegaba, el año que había pasado en el Reformatorio de Bradford, así como su estrecha amistad con Jordi Wild y Alejandro Bravo.

Habían violado su intimidad, pero él había salido airoso y había esquivado hablar de su pasado con los periodistas, seduciéndolos con su inteligencia y encanto...

Y había vuelto. Que Dios la ayudara, pero había vuelto. Salió del coche y, aunque notó que las piernas le temblaban, se obligó a mostrarse tranquila frente a sus padres. Abrió la puerta y olió el aroma de la ternera que su madre había cocinado.

—Qué pronto vuelves —comentó Janet Smith mientras salía de la cocina—. ¿Lo has encontrado todo bien? El nuevo empleado que George ha contratado ha cambiado las cosas de sitio y me tiene hecha un lío. La semana pasada me tiré cinco minutos para encontrar el zumo de naranja... Por cierto, ¿te has tomado el vaso que te puse antes? —añadió la madre, girándose hacia su marido, en el salón.
El padre de Joanne asintió sin levantar la vista del periódico que estaba leyendo. Tenía una pierna vendada y una bata azul cubría el resto de su cuerpo.

Joanne se dio cuenta de que se había ido del mercado sin comprar nada. ¿Cómo iba a haber hecho la compra después de haber visto a Álvaro?

—Yo... se me perdió la lista que me diste —Contestó Joanne—. Tendré que volver.

—No te preocupes, cariño. No hay nada que no pueda esperar hasta mañana. La cena ya está casi lista —dijo la madre—. Estás un poco pálida. ¿Te pasa algo? —añadió Janet, con el ceño fruncido.

—No, nada. Estoy bien, perfectamente Luego se giró para que su madre no notara que estaba mintiendo y dejó el bolso sobre la mesa de la entrada. Janet Smith sabía todo cuanto sucedía en Mullingar. ¿Acaso no le había contado lo del divorcio de Helen Burnette?, ¿lo de la discusión entre Phyllis White y Susan Meyer por los ladridos del perro de ésta?

¿Cómo podía contarle eso y no mencionar siquiera que Álvaro Herreros había vuelto a la ciudad? ¡Ese hombre era una celebridad, por todos los Santos!



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