martes, 5 de enero de 2016

Quédate Conmigo (Adaptada)



Capítulo 2O


El mismo sueño. Otra vez. Sólo que, en esta ocasión, más real que nunca. Estaba en el bosque, a oscuras, sujetaba a una mujer entre los brazos, la besaba, la acariciaba... pero, como siempre, no podía ver su cara, ni hablarle.


La mujer iba alejándose en la densidad de la niebla, él intentaba seguirla, pero no lograba moverse... y terminaba despertando sudoroso, con el corazón agitado.

Álvaro encendió la lamparita de noche, se mezo el cabello y miró el reloj; eran las cuatro de la mañana y sabía que no conseguiría volver a dormirse.

Respiró profundamente y fue a la cocina, donde puso la cafetera a calentar. Sabía que la mujer no era Joanne, pero estaba seguro de que se debía a la marcha de ésta a la semana siguiente. La noche anterior, recordó con frustración, mientras tomaba un helado con ella y con Tyler, había mencionado Londres varias veces.., para comunicarle con sutileza que su tiempo juntos se estaba agotando.

Abrió un cajón de la cocina, extrajo una cajita de terciopelo negro y la mano le tembló al sacar el anillo de diamante que había en su interior. El estómago le calambreó.

Le iba a pedir que se casara con él. Ya había preparado una cena romántica, con velas, en una mesa del restaurante Four Winds. Hasta había reservado una suite, para celebrar que ella aceptaba...

¿Y si lo rechazaba?, ¿y si de veras se marchaba con Tyler? Había llegado a encariñarse del pequeño más de lo que jamás había imaginado. Los quería a los dos, como nunca había querido nada en la vida.

Ella lo había cambiado todo. Hasta su encuentro con Joanne, siempre había estado contento con quién era él y con lo que hacía; había disfrutado de cada segundo de cada día... pero ahora estaba obsesionado con ella, sentía palpitares que ninguna otra mujer le había despertado nunca.

Miró el anillo unos segundos, lo metió en la caja y la cerró. Ese día tenía que ir al colegio de Tyler para hablar de su trabajo... aunque no fuera su padre.

¿Cómo reaccionaría él si le dijera que quería ser su papá, casarse con Joanne y pasar el resto de sus vidas los tres juntos?


Exhaló un largo suspiró, restituyó la cajita a su cajón, se sirvió una taza de café bien fuerte y comenzó a prepararse para el día más importante de su vida.

—¿Cómo estoy?
¿Me estás pidiendo un piropo? —replicó Joanne mientras le alisaba las solapas de la chaqueta.

Estaban en el salón de actos del colegio de Tyler. Joanne ya había hablado de su trabajo como periodista y escritora, así como habían intervenido un bibliotecario y una doctora en otorrinolaringología. En esos momentos había un contable durmiendo a los chiquillos. La señorita Henderson había reservado a Álvaro para el final y Joanne sabía que era un acierto.

—¿No me das un beso de buena suerte?- preguntó él con tono sensual.
—Hay niños delante. Compórtate —le reprochó Joanne.
—¿Qué te parece, entonces, si vienes a mi casa después?
—Tengo que llevar a mi padre al médico a las once y luego he quedado con Elsie para comer.
—Sólo son las diez. Tenemos tiempo para...
—¡Álvaro Herreros! —Irrumpió la voz de la señorita Henderson—. Tu turno, Álvaro. Los chicos están ansiosos por verte —añadió, al tiempo que lo desnudaba con la mirada.

Joanne prefirió no pensar en todas las mujeres en las que Álvaro se fijaría cuando ella se hubiera ido. Ya le costaba mucho separarse de él, de modo que no tenía sentido atormentarse imaginándoselo con otras.

—Joanne —la llamó la señorita Henderson—, estamos grabando las intervenciones de todos para tener un recuerdo de este encuentro. ¿Te importa darle a grabar después de que presente a Álvaro?
—En absoluto —Joanne sonrió y tomó el grabador de la señorita Henderson mientras ésta se llevaba a Álvaro del brazo.
—Muy bien, chicos. Prestad atención un momento. Tyler Hamilton le ha pedido a un amigo muy especial que esté con nosotros hoy, así que tenéis que portaros muy bien mientras está hablando —les pidió la señorita Henderson—. ¿Podéis darle los buenos días al señor Herreros?
—Buenos días, señor Herreros —corearon unas doscientas vocecillas mientras Álvaro se acercaba al micrófono. Cuando se llevó una mano a la oreja y dijo que no oía bien, los niños gritaron alto, y cuando Álvaro se llevó las manos al pecho y dio unos traspiés hacia atrás adrede, todos se echaron a reír.

Era de esperar, pensó Joanne mientras ponía el grabador en funcionamiento. Acostumbrado a tratar con los medios de comunicación durante tantos años, era lógico que supiera ganarse la simpatía de un público mucho más receptivo.

Luego pasó a contar cómo pasó de disfrutar montando en moto a dedicarse al motociclismo profesionalmente, e indicó que el dinero no debía ser el principal motivo para elegir un trabajo, sino que éste te gustara, para pasarlo bien y que nunca se tuviera la sensación de estar trabajando.

Joanne se acercó al borde del escenario para localizar a Tyler, el cual tenía una sonrisa de oreja a oreja y no se perdía una sola palabra de su adorado Álvaro.

Cerró los ojos para que no se le saltaran las lágrimas y lamentó lo mucho que iba a hacer sufrir a Tyler cuando lo separara de su padre....


Desde el día del viaje en moto, sabía que tenía que contarle a Álvaro la verdad. Tal vez no volviera a hablarle y renegara de Tyler, pero éstos se merecían una oportunidad. Fueran cuales fueran las consecuencias, eran ellos los que tenían que tomar sus propias decisiones.

Por cobardía, había decidido esperar hasta el último día; pero al ver a Álvaro hablando con los niños, saludando a Tyler con una mano y a éste devolviéndole el saludo emocionado, comprendió que no podía esperar tanto.

Mientras, él hablaba sobre la importancia de ir al colegio y de la educación.

Joanne se alejó unos metros. No podía hacerle frente en ese instante; necesitaba un poco de tiempo para pensar y encontrar las palabras adecuadas... Y rezó porque de veras las encontrara.

Álvaro aceleró justo antes de entrar en el aparcamiento de su taller. Luego hizo un caballito y después hizo tres ochos con la moto, hasta detenerla justo donde quería estacionaria.

Estaba contentísimo. Al fin y al cabo, acababa de salir airoso de su primera intervención como papá en el colegio de Tyler, y estaba a punto de pedirle a la mujer a la que amaba que se casara con él. Miró el reloj e imprecó en silencio al ver que sólo eran las once menos cuarto de la mañana. Tenía mesa reservada para cenar a las ocho, y no recogería a Joanne hasta las siete y cuarenta y cinco. ¿Qué diablos iba a hacer durante nueve horas? Entonces se le ocurrió acercarse a la montaña, donde tal vez hallara la quietud suficiente como para serenarse.

Pero no, no podía ir a la montaña, comprendió resignado mientras se quitaba el casco; después de haber llevado allí a Joanne, no dejaría de pensar en ella.

Se puso a dar vueltas con ansiedad por el taller, echó un vistazo a un motor en el que había estado trabajando el día anterior, fue a su despacho y maldijo al comprobar que tenía diez mensajes en el contestador automático.

De acuerdo: adelantaría algo de papeleo, haría un par de llamadas para matar el tiempo. Cuando ya iba a descolgar el teléfono, notó que el casete que la profesora de Tyler le había dado seguía en el bolsillo de su camisa. Lo sacó, lo colocó en el estéreo... y se quedó helado:

—Probando, probando...

Se giró despacio y miró hacia su equipo estéreo desconcertado. ¿Se había equivocado de cinta? Dos segundos después, oyó la voz de la señorita Henderson y luego la suya propia al saludar a los chicos. Luego no se había equivocado...

Rebobinó, subió el volumen y volvió a pulsar la tecla de reproducir: era tina voz suave, delicada, sexy... ¿La de Joanne?.


La señorita Henderson le había dado la cinta a ella para que grabara su intervención, recordó Álvaro. Y él mismo la había visto probar si la grabadora funcionaba...

Volvió a escucharla, cerró los ojos y nuevamente la escuchó.

Sintió un escalofrío, un calambrazo que le recorrió la espalda y lo levantó de la silla como un resorte. Fue al dormitorio, manoteó dentro de una caja que guardaba bajo la cama, repleta de fotos, medallas y objetos para el recuerdo, y, cuando por fin encontró el casete que buscaba, lo agarró, regresó con él al despacho y lo introdujo en la pletina del equipo:

—Probando, probando...

Miró las dos cintas con el ceño fruncido. Eran idénticas, sonaban igual, sólo un poco más temblorosa la voz de la cinta antigua.

¿Qué demonios estaba pasando?

Cierto que todo el mundo decía probando, probando al iniciar una grabación; pero las voces de la dama misteriosa y de Joanne eran iguales... como si fueran la misma mujer.

Se quedó perplejo y, segundos después, descolgó el teléfono.

El taller de Álvaro estaba en silencio cuando Joanne entró una hora después. Ni ruido de motores ni música a todo volumen. De no ser porque su camioneta y su moto estaban fuera, habría pensado que no estaba allí.



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